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Mi última Nochebuena chino-cubana en La Habana

Alfredo Pong recuerda el 24 de diciembre de 1958. No volvería a reunirse otra Navidad con su familia

El Barrio Chino en La Habana circa años 50. (Alfredo Pong)
Alfredo Pong

24 de diciembre 2014 - 07:15

Miami, FL/La Preparación

Todo tenía un significado nuevo. El simple hecho de que me llevasen a hacer las compras para la Nochebuena me excitaba mucho, pues sabía que iríamos al mercado único de Cuatro Caminos, lo que llamaban la Plaza de Cuatro Caminos, donde había un bullicio y una animación especial en esos días. El madrugón -4 de la mañana- era la parte que no me gustaba, pero no había más remedio: llegar después de las 6 significaba tener que comprar productos peores, ya que los encargados de comprar para restaurantes llegaban bien temprano para obtener la mayor calidad a los mejores precios. Además, se corría el riesgo de no encontrar algunos productos de mayor demanda por la fecha.

Bajamos de la guagua y lo primero que nos recibió fue el olor. Era una mezcla de mariscos, frutas y, entre aroma y aroma, un tufo ácido a fermento orgánico cuyo olor me recordaba siempre al de los sacos de papas mojados. Rápidamente fuimos a buscar los mariscos, que llegaban de Batabanó. Aunque también venían de otras partes, preferíamos los del surgidero por ser más frescos y confiables. Las cestas de fibra vegetal con hielo sobre las que reposaban aleteando las langostas vivas, los camarones rojos, los cangrejos moros o de la tierra amarrados en ristras, las jaibas verdes y azules, las rabirrubias y parguitos con sus ojos brillantes y rojísimas agallas, simbolo de frescor... Siempre comprábamos camarones pequeños, más baratos, para hacer la pasta de las maripositas, y también grandes para los rebozados. No faltaban alguna langosta y varias rabirrubias -bien fritas para el almuerzo del día. Después íbamos a los vegetales.

Acelgas, lechugas, zanahorias y rabanitos. También tomates rojos y verdes, cebollino, cilantro y nabos. Y, por último, las aves. Esa parte que no me gustaba. El olor tan fuerte de los pollos vivos y el denso rastro del aroma de la sangre fresca me producían un asco que no podía evitar, pero esperaba que la compra no demorara. Con aquella máquina enorme que giraba en un tambor lleno de aspas con forma de muelles y que, por un proceso eléctrico que no entendía bien, le arrancaba todas las plumas al pollo mientras el pollero le sujetaba por la cabeza, ya que no era necesario esperar por el sacrificio del ave y su posterior desplumaje. Compramos varias libras de alas de pollo para finalizar la compra del día. Las frutas y vegetales chinos se conseguían con los abastecedores del negocio de la familia.

Después dejábamos la compra con un señor que las llevaba directamente a la casa en su motocicleta de 3 ruedas y nos íbamos a desayunar. Siempre me gustaba desayunar chino y la Segunda Estrella de Oro, justo en la diagonal del Mercado Unico, era el sitio ideal.

Dejábamos la compra con un señor que las llevaba directamente a la casa en su motocicleta de 3 ruedas y nos íbamos a desayunar

Pedía una sopa espesa de arroz glutinoso, una crema blanca de un olor indescriptiblemente apetitoso y acompañado de trozos de Tou-Fu frito. Unos rollitos rellenos y dim-sum al vapor completaban el mini-banquete.

En la casa, las mujeres ya habían encargado en el barrio chino, en la calle San Nicolás, el pato asado y el puerco a lo cantonés, todo confeccionado con los mejores ingredientes. Mi abuelo acostumbraba a regalarle al carnicero chino unas botellas de vino de Fukiang amarillo, ideal para cocinar y aromatizar los asados. Al ir a recoger los encargos siempre me regalaba una buena porción de Cha- Siu (puerco ahumado a lo cantonés) en un envoltorio de papel encerado. Devoraba el contenido en pocos minutos y disfrutaba de ese sabor tan peculiar a ahumado, con un leve toque de anís y miel, cuyas lascas van de un rojo laqueado a un blanco tierno, en un bocado que casi se deshace en el paladar.

La comida principal siempre era confeccionada por los hombres, casi todos cocineros de restaurantes en los que la familia tenía algún vinculo de sociedad o inversiones, como

El Nanking y El Pacifico, restaurante ubicado en el mismo edificio donde vivía parte de mi familia, y donde pasaba buena parte del tiempo libre extraescolar. También estaban el Mandarín y el Polinesio, cuyo capitán era el esposo de mi madrina, otro experto cocinero y mi mentor culinario.

El Banquete

Iban llegando los invitados, cada uno con algo para mejorar el banquete.

Rafael Eng, con su impecable guayabera blanca de hilo criolla que destaca sobre su piel tersa y lampiña y unos grandes ojos que nunca se olvidan. Hablaba un español casi indescifrable y era bondadoso y gentil, un fiel y celoso amigo de la familia. Era el cocinero del restaurante Nanking, a un costado transversal al Parque Central, y traía consigo una fuente de maripositas rellenas de pasta de camarones con puerco y retoño de bambú.

Sobre la mesa, iban apareciendo una extraña mezcla de manjares criollos y chinos. Una amalgama de colores y olores irresistibles llenaban los sentidos. En el centro, el puerco asado y ahumado a lo chino, con su pellejo crujiente y cortado todo en dados perfectos -sin deformar al animal-, que lucía feliz con una manzana asada en la boca. A su lado no podía faltar el pato asado cantones, despidiendo un aroma anisado, como si le hubiesen dado barniz a la piel tostada, por el brillo y lo apetitosa que se veía.

Destacaba el caldero con el mejor frijol negro del mundo, cuajado, dormido y humeante, a lo chino-cubano

En una esquina de la gran mesa había una fuente de vegetales chinos en un arcoiris humeante: nabos, acelgas, pak-choy, bok-choy, cailan y cundiamor se unían a zanahorias, rábanos, hongos de varios tipos cortados en tiras finas, y el inconfundible agar-agar, o algas negras, tan olorosas y delicadas. Todo estaba cubierto con una escarcha de cebollinos y jengibre.

Otra fuente contenía alas de pollo cristalizadas con miel y salsa de ostiones, que no rivalizaban con los camarones rebozados grandes y que compartían su espacio con las croquetas hechas de carne de falda de res, con bechamel crujiente en su fina capa exterior pero pura crema en su contenido, y su sabor tan español. A su lado destacaba el caldero con el mejor frijol negro del mundo, cuajado, dormido y humeante, a lo chino-cubano, que esperaba ansioso a su mejor compañero, ese arroz blanco, terso y sabroso, bañado en manteca de puerco que lo hace perlado. Los tostones y el plátano maduro frito, bien amelcochados, esperan por el baño de último momento de una salsa hecha con la sustancia que queda en la paila donde se hizo el puerco y otros aderezos que culminan su sabrosura con una buena cantidad de cilantro chino finamente cortado. Todo esto para mojar el pan, que no faltaba, o las frituras de bacalao de la abuela. Y en una esquina, esperando, la ensalada criolla por si a alguno le entraba la nostalgia a última hora. Las maripositas fritas eran la señal para que todos se sentaran a la mesa. Alguien mencionó la yuca con mojo, pero nadie le hizo caso pues ya la mesa estaba a tope, no había espacio, ni para el arroz frito ni para el Chop- Suey, porque no son platos chinos tradicionales:

- Son comida para clientes- dice Rafael y todos asienten con la cabeza.

A su alrededor estábamos los cubanos: mis primos y yo, los tíos de China y España, mi madrina, que era la perfecta mezcla de todos. Se hablaban español y cantonés y hasta se hacían chistes sobre los gallegos, mientras mi abuela se ponía seria y decía algo bajito en su perfecta mezcla de gallego y catalán.

Contemplaba, sin saberlo, que esta sería la última vez que estaríamos juntos todos alrededor de una mesa

Para brindar, buen vino español y vino de arroz chino, que en realidad es aguardiente, de color amarillo, fuerte, y que yo vigilaba con mucho interés porque me encanta coleccionar esas botellas redondas, barrigonas y chatas, de una porcelana negra, mate por fuera y blanca brillosa por dentro. Para los niños, maltas o refrescos: Materva, Salutaris, Coca-Cola y su rival la Pepsi, aunque otros preferían el Ironbeer o la Jupiña o el Cawy en su logo azul, a mi el Orange-Crush o el Green Spot. El abuelo su cerveza negra Cabeza de Perro y los tios jóvenes cervezas Hatuey o Polar, aunque no olvidábamos La Tropical porque nos invitaba a sus verbenas todos los años en el día del Detallista.

Los potres son el aporte criollo: los turrones españoles, las frutas confitadas y el buñelo con su mágico almibar y los gajos de naranja dulces. Además, con la comida había té de jazmín para los tradicionales y de seguro café criollo al final.

Todos éramos felices. Alzamos vasos y copas, se escuchaba una mezcla de Feliz Navidad con – Kun-Ji-Fa- Choey-, y comenzó el gran festín. Contemplaba, sin saberlo, que esta sería la última vez que estaríamos juntos todos alrededor de una mesa. Era el 24 de diciembre del 1958. Afuera resonaban petardos o voladores mientras la familia feliz disfruta la Nochebuena chino-cubana en una escena que nunca más se iba a repetir.

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