La última tumba de Orígenes

La cultura puede ser la ética que nos salva, cuando la corrupción tritura todo lo demás en la nación

Funeral de Fina García-Marruz. (Captura)
Funeral de Fina García-Marruz. (Captura)
Xavier Carbonell

03 de julio 2022 - 14:52

Salamanca/El rencor y la protesta son privilegio de los vivos. A los muertos solo les queda callar, estarse quietos, mientras la fanfarria mortuoria de los burócratas los envuelve. Las imágenes me producen náusea: esas coronas medio marchitas que colocan alrededor del ataúd; las medallas sobre una almohadilla rancia, colorada; la bandera, disimulando el precario sarcófago. El muerto podría ser cualquiera. Pero no hoy; hoy es Fina García-Marruz.

A la difunta, el Señor Presidente sólo pudo condescender con un mensaje acomplejado —¿qué mensaje suyo no lo es?— despidiéndose de "la martiana compañera del martiano poeta". El general de Ejército envió su acostumbrado floripondio fúnebre, con cintas moradas y todo. Como la "dulce nevada" del poema, fueron cayendo por allí los acongojados funcionarios, que hicieron lo posible para montar su guardia de honor, hundiendo milagrosamente las barrigas y apuntando, con sus papadas, al imposible paraíso comunista.

Con Fina desaparece —por fin, habrán pensado los comisarios— el único vínculo que nos quedaba con Orígenes. ¿Qué murió con ella? La cerveza y los almuerzos en Bauta, las caminatas por el Prado; las misas celebradas por Ángel Gaztelu; los besos y caricias de un joven Cintio Vitier; Eliseo Diego jugando a los soldaditos con sus hijos y leyéndoles novelas de Stevenson; un veterano automóvil levantando polvo en la Calzada de Jesús del Monte; una revista casi cuadrada, universal, donde cabía toda la poesía; y una puerta minúscula, con columnas salomónicas fajadas, que daba a la casa de Lezama, el mago de Trocadero.

Para los devotos de ese viejo culto criollo, Orígenes, lo que se nos va con Fina es cierto símbolo de fe: la cultura puede ser la ética que nos salva, cuando la corrupción tritura todo lo demás en la nación.

No sé si Fina hubiera disfrutado la coreografía de funcionarios que vemos en las noticias. La duda es sincera. Cintio y ella pasaron su vejez mendigando la aprobación de Castro, a quien tomaron por mesías y redentor poético. La ceguera histórica les costó caro y el barbudo les pagó muy poco, como el tacaño esencial que siempre fue: esa colección de medallas a los pies de Fina funciona como latica de limosnero.

A pesar de la debilidad ética de Fina y Cintio al apoyar el proceso, muy pocos de los que se situaron a la vera de su "caja de muerto", tienen el derecho de pararse ahí

Vivieron —los origenistas— en una pobreza que ahora nos parece decadente o romántica. Irradiante. Pero esos documentales, donde se les ve casi andrajosos entre el polvo de los libreros, con la guayabera mal planchada y la voz ronca, producen más indignación que nostalgia.

En una de esas entrevistas, Mariano Rodríguez —que ilustró muchos números de Orígenes— habla con saña de "los que fallaron". Se refiere, claro, a Gastón Baquero, Lorenzo García Vega, el padre Gaztelu, entre otros renegados. "Fascistas", dice resentido. "Se fueron con los fascistas, hay que decirlo". Al escucharlo uno comprende la fractura que produjo Castro en nuestra cultura, con su hostilidad y petulancia. Convirtió al amigo en chivato del amigo; rompió familias, exilió a los jóvenes y desangró la memoria nacional.

A pesar de la debilidad ética de Fina y Cintio al apoyar el proceso, muy pocos de los que se situaron a la vera de su "caja de muerto" —esa es la expresión más exacta para el ataúd cubano— tienen el derecho de pararse ahí. Ese ministro barrigón y violento; el otro fantoche, melenudo e hipócrita; la vicepresidenta de acero, que ni siquiera puede fingir condolencia. La lista es larga. Chapman, Polanco, Acosta, Alonso. ¿Pero qué hace esa gente allí?

El destrozo que esos mismos comisarios han perpetrado en la cultura cubana —y en la vida de escritores y artistas— es minucioso. Tanto, que si aún se leen libros de autores cubanos fuera de la Isla es gracias al aplomo y voluntad de sus exiliados, a la memoria que resiste todos los destierros.

Muerta Fina a la poética edad de 99 años, Orígenes se instala perfectamente en lo eterno. El olvido irá borrando todo lo que nos cuesta admitir sobre ellos: los delirios políticos de Cintio, el temblor de Lezama, la censura de Virgilio a sus propios libros, la mendicidad tierna de Fina, el servilismo de Rodríguez Feo y Mariano, chismeando sobre sus compañeros desterrados.

Serán sencillamente Orígenes, las revistas, los libros, la escritura. Nuestros muertos sagrados. A ellos les pertenece —como dijo Eliseo, cuñado de la difunta— el oscuro esplendor de la memoria.

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