A ver si tiene
Naufragios
El ajedrez cubano, según la prensa oficial, se juega bajo los efectos del teque ministerial, la escasez, la pobreza mental y la falsa masividad
Salamanca/Fidel Castro quiso masificar la ganadería, y la vaca acabó convirtiéndose en un animal tan remoto y sagrado como los bisontes de Altamira. Quiso masificar la militancia comunista, y hoy –sigamos con la metáfora pecuaria– la estampida de dirigentes es tan feroz que aniquilaría de nuevo a Mufasa. No es de extrañar, por tanto, que la masificación del ajedrez tuviera resultados nefastos. El problema nunca es Fidel, dirán los fieles, sino la masificación. Pero nada es la masa sin su masificador en jefe, y como en los hogares donde hay un niño travieso, en Cuba él siempre es la causa material, formal, eficiente y final.
Para no llevarlo tan mal, digamos que, igual que Mefistófeles, Fidel escribía torcido sobre renglones rectos –pobre colegial jesuítico, más amigo del baloncesto que del lápiz– y que el ajedrez masivo, estrategia moscovita, no era una idea tan mala. Es imposible que todos los cubanos fueran buenos ajedrecistas, pero no estuvo mal que, desde niños, supiéramos defendernos ante un tablero. ¿Por qué? No sé, quizás para demostrar la superioridad intelectual del infanssovieticus, larva del futuro luminoso.
He aquí, sin embargo, muy poco futuro y casi ningún megavatio para iluminarnos
He aquí, sin embargo, muy poco futuro y casi ningún megavatio para iluminarnos. La prensa oficial acaba de publicar cifras sobre la situación del ajedrez escolar que deben de haber crispado –si las vio– a Leontxo García, el legendario columnista de El País. El medio deportivo que cubrió su visita a Cuba en 2022 dijo que el venerable profesor se había sentido “fascinado” con el talento de los jugadores y había pedido que la Isla se transformara en un “país destacado” en términos de ajedrez educativo. Pero ya sabemos que con las visitas hay que ser educados, brindarles café y llevarlos al Hotel Nacional. Leontxo se fue contento, o eso dice Granma.
Un miembro del dream team de Randy Alonso –esos muchachos de Cubadebate que lo mismo seducen a Ana de Armas que escriben un panfleto contra el bloqueo– tuvo la ingenuidad de hacer bien su trabajo y encuestar a 658.771 estudiantes y 6.993 profesores. Solo el 41% de los niños y el 51% de sus maestros saben jugar ajedrez. Se juega “para matar el aburrimiento”, dicen los aguerridos pioneros entrevistados. Se juega muy poco porque no hay piezas ni tableros. Se juega mal, bajo los efectos de la “muela de la falta de implementos” –los chinos no mandan “fichas” desde la pandemia–, del teque ministerial, de la escasez, de la pobreza mental, de la masividad sin levadura.
En el Tercer Perfeccionamiento el ajedrez no será una asignatura, como soñaron Fidel y el Che y demás asesinos fotogénicos
No va a mejorar la situación, pequeños Capablancas. En el enésimo plan de adoctrinamiento del Ministerio de Educación –eso que en Mordor denominan Tercer Perfeccionamiento– ya el ajedrez no será una asignatura, como soñaron Fidel y el Che y demás asesinos fotogénicos, que adoraban posar frente al tablero. Será, afirma la metodóloga nacional de Educación Física, una mera “actividad complementaria”. Y todo pionero sabe lo que eso significa: a bailar y a gozar con la sinfónica extracurricular.
La metodóloga tiene ideas cuya brillantez no debería ser desperdiciada por la Unión Eléctrica. Posesa de un sereno desespero, invoca a los profesores “con conocimiento” del juego para que “faciliten esta práctica”. Pretende “valorar con el Comisionado Nacional de Ajedrez a ver si tiene algún soporte que pudiéramos poner en las computadoras o en los mismos teléfonos para que los niños jueguen”. Hay tanta cubanía, tanta revolución en ese a ver si tiene, que debería ser el título de nuestro próximo himno nacional.
Como cualquier hijo educativo de la Batalla de Ideas, aprendí a jugar ajedrez de niño. Me enseñaron –mis abuelos, no mis maestros– a sentir orgullo por Capablanca, La Máquina, y he crecido con el convencimiento de que fue el mejor ajedrecista del mundo. Los americanos podrían decir lo mismo de Bobby Fischer y los rusos de Spasski o Kárpov. Pero Fischer era un loco y Kárpov es un hombre de Putin –aunque lo criticó con Ucrania–, como antes del Comité Central. Capablanca fue un caballero. Solo hay que ver sus fotos, su serenidad clásica frente al tablero. Siempre atento a las piezas, siempre con una sonrisa búdica, para desasosiego de sus adversarios.
Las metáforas necesitan comida y electricidad, decencia y vida, y sin eso no hay cabeza, y por lo tanto tampoco ajedrez
No ha habido otro, y el que más se le acercó –Leinier Domínguez– ni siquiera aparece en los periódicos de su país. El país que no tiene tableros ni piezas, y donde la gente solía jugar en medio de un apagón, sentados en el contén de la acera, iluminados por una linternita. Esas partidas nocturnas eran la metáfora de algo, pero las metáforas también necesitan comida y electricidad, decencia y vida, y sin eso no hay cabeza, y por lo tanto tampoco ajedrez.
Te parecerá mentira tanto deterioro, Leontxo, en el país de Capablanca, donde jugaron Fischer y Korchnoi y Tal y Petrosián. Algún consuelo, sin embargo, tenemos los que nos fuimos. Es el mismo que sintió Nabokov cuando escapó de Sebastopol en un barco griego, con la balacera soviética de fondo. Allí, frente a él y de espaldas al horror, estaban su padre y un tablero roto. El alfil había perdido la cabeza, la torre era una ficha de póquer. La partida, inolvidable. El que huye intenta hacerlo siempre con una sonrisa nerviosa, con memoria, con un poco de esperanza. A ver si tiene.