El olor de la sangre
YouTube salpica sangre en estos días. Los videos tienen una audiencia tan numerosa como horrorizada.
Me refiero a las crueles decapitaciones de los periodistas norteamericanos Steven Sotloff y James Foley, presumiblemente a manos de educados árabes de cultura y formación inglesas, y las filmaciones de las matanzas masivas de prisioneros que son ejecutados con disparos en la cabeza, administrados sin el menor dramatismo por asesinos vinculados al califato islámico.
Estas imágenes estremecedoras suelen provocar dos preguntas entre los espectadores.
La primera: ¿por qué estos grupos violentos filman y exhiben estas salvajadas que demuestran el grado de depravación moral en el que viven y matan?
Y la inevitable segunda: ¿cómo es posible que unos jóvenes criados en las civilizadas ciudades europeas, estadounidenses o australianas, se enrolen voluntaria y alegremente en unas bandas criminales que realizan esas repugnantes carnicerías?
La respuesta vincula las dos cuestiones: los filman porque el espectáculo de la violencia, aunque provoca el rechazo de un porcentaje de la sociedad, atrae a numerosos jóvenes, casi siempre varones, que se sienten seducidos por el espectáculo siniestro del cuchillo filoso que saja o punza profundamente la carne humana.
Así ha sido siempre. Los romanos acudían a los estadios para ver cómo los gladiadores se mataban sin compasión o las fieras se los devoraban. Los mayas se enfrentaban en un juego de pelota, parecido al balompié, que culminaba con el asesinato ritual de los perdedores ante el regocijo fanático del público.
Uno de los personajes más famosos y admirados de la Revolución Francesa fue el verdugo Charles-Henri Sanson, sexta generación de ejecutores. Por su guillotina (era suya y la fabricó un lutier que construía exquisitas violas) pasaron tres mil personas, desde el apocado rey Luis XVI hasta los vehementes Danton y Robespierre.
Mientras realizaba su sanguinario trabajo las mujeres cosían en la plaza, los chiquillos corrían y los hombres jugaban a los naipes. Sólo aplaudían entusiasmados cuando Sanson alzaba por los cabellos la cabeza recién cercenada de su última víctima y se la mostraba a la multitud.
¿Cosas de franceses? Falso: cosas de seres humanos. Uno de los espectáculos más exitosos de nuestros días en Estados Unidos son los combates de peleadores de la Ultimate Fighting. Se patean, se rompen la cara a golpes con los puños, las rodillas y los codos, se destrozan dentro de un hexágono rodeado por una alambrada alta e inexpugnable. El público, enardecido, suele alentar a su púgil favorito incitándolo al crimen: “mátalo”, “acábalo”. Es un mundo encharcado en sangre y adrenalina, carente de piedad. Y si eso no ocurre, si no muere el luchador derrotado, es porque el árbitro suele detener la pelea poco antes del desenlace fatal.
Se conserva una carta del Che Guevara a su primera mujer, la peruana Hilda Gadea, escrita en Cuba y fechada el 28 de enero de 1957, donde el médico argentino le cuenta que no ha muerto por medio de una frase reveladora: “Querida vieja: aquí en la selva cubana (peleaba en las guerrillas), vivo y sediento de sangre”. Poco después de escribirla pudo saciar copiosamente esa penosa urgencia.
En Centroamérica es frecuente que los mareros prueben su lealtad a la mara a la que pertenecen asesinando a un inocente. La muerte ajena se convierte en una especie de rito de paso asociado a la masculinidad. El crimen transporta al criminal a un estadio nuevo de respeto, como sucede en tribus en las que se llega a la mayoría de edad cuando se mata a un animal peligroso o se sufre algún dolor terrible infligido por el chamán o el curandero.
El experimento (...) demostraba cómo las personas “normales” podían torturar hasta la muerte a unos semejantes desconocidos e inocentes, sólo porque una autoridad se lo ordenaba
Nada de esto me sorprende. Hace muchos años leí un par de textos que me alertaron sobre la terrible naturaleza humana. Ambos conservan su alarmante vigencia.
El experimento de Stanley Milgram (Los peligros de la obediencia), en el que demostraba cómo las personas “normales” podían torturar hasta la muerte a unos semejantes desconocidos e inocentes, sólo porque una autoridad se lo ordenaba.
Las “víctimas” del experimento, claro, fingían el dolor y las convulsiones, pero sus “verdugos” pensaban que estaban sufriendo realmente mientras ellos “aumentaban” el voltaje de la silla eléctrica en la que supuestamente agonizaba el torturado.
El segundo libro fue Sobre la Agresión, obra que le ganó un Premio Nobel al austriaco Konrad Lorenz, donde analizaba las secretas pulsiones que precipitaban a los hombres a atacar a otros miembros de su especie y el valor simbólico de esos actos terribles.
En esa época todavía no existía YouTube. Pero los seres humanos eran idénticos a los de ahora, a los de siempre.