¡Viva Fielding!
Naufragios
Díaz-Canel, que tanto debe a los rusos y a las actrices porno, enseñó a los cubanos cómo acabar de una vez y por todas con la Revolución: con la risa
Salamanca/Pero qué falta de sentido épico. El país está en su finest hour, la revolución se revoluciona, y no tenemos ni un solo discurso que esté a la altura de los acontecimientos. Nada de gestos, nada de alaridos en la tribuna. Qué decepción. Señores del Ejército, señores de la Cancillería, despierten: el jardín está revuelto. La palabra nuclear, la palabra hipersónico, la palabra misil, por fin vuelven a ser nuestras. Usen ese maravilloso vocabulario, diseminen el terror, hágannos sentir en peligro, ¿para qué están? Digan lo que quieran, pero esto con Fidel no hubiera pasado. Con Fidel ya tendríamos cinco discursos memorables, siete consignas para escribir en las paredes, soldados alrededor de la Embajada americana, milicianos en las calles, katiushas en las azoteas, etcétera. Nos ha tocado el episodio más turístico y desganado de la Guerra Fría.
Toda la tensión de estos días es falsa. La Habana, guiñapo de ciudad, se parece más a la de Mr. Wormold –Alec Guinness dibuja aspiradoras como máquinas atómicas– que a sí misma en los 60. Decir que Rusia mandó al trópico un submarino nuclear, una fragata de guerra y una estrella porno es argumento de una comedia de Kubrick. Decir que vienen en son de paz es digno de Woody Allen. Recibirlos con risa y embullo es propio de los hermanos Marx o los Castro. Pero bailamos con la más fea, Díaz-Canel, que quiere y no puede. O no quiere, pero tiene. Y sin embargo, en lugar de abrazar a los rusos ha preferido hacer de rabino –kufiya sobre los hombros, curiosa mezcla– y juntarse ¡con jovencitos americanos!
Rabí Canel lo hace todo mal. Figurará en los libros como un atarantado con banda presidencial
Rabí Canel lo hace todo mal. Figurará en los libros como un atarantado con banda presidencial y los historiadores harán chistes sutiles, respetando el lenguaje académico, sobre su carencia de domicilio y las fibras de estropajo que envolvieron su anatomía. Me recuerda al Fielding Mellish de Bananas, la película de Allen que cuenta la historia de Cuba –y de casi todos los países latinoamericanos– en clave ridícula.
Vuelvan a ver Bananas o búsquenla si no la conocen. Estrenada en 1971, es más lúcida sobre la falta de épica en Cuba que cualquier otra película. Mellish es un Canel de la vida que, por azares del destino y el desamor, viaja a San Marcos, una "pequeña dictadura militar" a punto de ser derrocada por la revolución. Sin un ápice de combatividad o ideales, se une a la guerrilla y encuentra al comandante rebelde, Espósito. Con espejuelos de pasta negra, tabaco y barba, Espósito es una parodia de Castro, pero se verá muy pronto suplantado por otro Castro menor.
Fielding aprende a ser rebelde por las malas. Es torpe, no tiene capacidad de liderazgo y todo le sale por casualidad. No sabe pasar hambre y le queda mal el color verde olivo. Cuando triunfa la revolución, Espósito dice lo previsible: “Esta gente son campesinos y demasiado ignorantes para votar. Soy el gobernante de este país, habrá elecciones cuando yo lo decrete”.
“Esta gente son campesinos y demasiado ignorantes para votar. Soy el gobernante de este país, habrá elecciones cuando yo lo decrete”
Los primeros pasos del Gobierno de Espósito son similares a los de Castro: fusila a los colaboradores y agentes de la dictadura, les quita las armas a los ciudadanos y les da palos, instaura el aprendizaje obligatorio del sueco –en la Cuba soviética fue el ruso– y pide que los calzoncillos se usen por fuera de la ropa, porque sí. La situación se vuelve insostenible y pasa lo que no pasó en la Isla: un golpe de Estado.
Pero siguen los problemas y la economía va en picada. San Marcos solo exporta dos productos: disentería y bananas. Los rebeldes le proponen a Fielding –sí, Woody Allen, como Canel, acabó por ser la única opción– que viaje a Estados Unidos para obtener algo de dinero para el país. El problema es que en San Marcos, Woody Allen es presidente, pero en la vida real –que se materializa en cuanto su avión llega a otro país– es torpe, se le traba la lengua, no sabe estar a la altura, no sabe mandar.
El FBI descubre que el presidente de San Marcos es Fielding e inventa una serie de cargos en su contra. El juicio, claro, imita a La historia me absolverá. Es una caricatura de la caricatura. Solo en el estrado, haciendo de cómico, tomándose a relajo la situación, Fielding triunfa. Los caracteres así no necesitan submarinos rusos, destacamentos navales, guerrillas o crisis de los misiles. Necesitan una tarima, y quién sabe si en el futuro, cuando se produzca la inevitable defenestración del Canelo, su destino sea hacer reír.
“Estoy seguro de que mi extrema lealtad, sólo comparable a la de un perro, será recompensada”
Díaz-Canel nos ha enseñado cómo acabar de una vez y por todas con la revolución: con la risa. Aunque es feo, le debe tanto a las actrices porno que una de ellas volvió internacional su epíteto más célebre. Ha sido el dictador del que más nos hemos burlado, y eso que tenía la parada alta. Fielding y Canel tienen la misma regla de oro: “Estoy seguro de que mi extrema lealtad, sólo comparable a la de un perro, será recompensada”.
Mientras, los cubanos siguen mirando horrorizados la lenta y nada sexy penetración del submarino en la bahía de La Habana. Apagones, silencio, puñaladas. Horror y misterio, sería la clasificación para esa otra película que no habla de bananas. El plan es escapar, aunque algunos protestan y otros pintan consignas en los muros. Como aquel chiste de Álvarez Guedes en el que alguien, durante el Período Especial, pinta en una pared “Abajo F…”. Y cuando traza la letra fatal entra en escena un policía y le pregunta qué está escribiendo. La respuesta del cubano no se le hubiera ocurrido a Woody Allen: “Ven acá, chico, ¿Clinton se escribe con F o con C?”.