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Waldo Balart en la cuarta dimensión
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Salamanca/Tras la muerte de Waldo Balart en Madrid empezó a circular de nuevo su librito Ensayos sobre arte, editado en 1993 por Betania. Hombre de muchas vidas, todas ellas trepidantes, era lógico que pidiera la eutanasia como único modo de frenar lo que parecía ser el inicio de su inmortalidad. Compañero de tragos de Pollock y Warhol, se había ido de Cuba cargando un apellido solo comparable en tensión histórica con el apellido Castro.
Como casi todo el arte abstracto, la obra de Waldo Balart es al mismo tiempo mística, física y filosofía. Su necesidad de explicar sus cuadros –a veces por medio de enrevesadas “proposiciones”, a la manera de Euclides– revela cuánto tienen de meditación. Purificar el espíritu antes de sostener un pincel, iluminarse uno mismo antes que al lienzo, respirar, contemplar, clasificar, crear.
La búsqueda de ese sentido místico alternativo –ni el cristianismo ni el yoga podían darle todo lo que buscaba– lo llevó a la física del color y a la idea, múltiple y maleable, de la cuarta dimensión. De Einstein aprendió Waldo Balart que el tiempo puede ser una sustancia, y que como sustancia se puede representar. “El tiempo todo lo cura”, dijo. Y también: “El tiempo me preocupa”. Y también: “Con los años me doy cuenta de que el tiempo conmigo es desgaste”.
De Einstein aprendió Waldo Balart que el tiempo puede ser una sustancia, y que como sustancia se puede representar
En la opresiva sociedad victoriana donde nació el concepto popular –no el físico– de la cuarta dimensión, la idea de que hay mundos que nuestros sentidos no pueden captar fue un símbolo de libertad. Flatland, una novela matemática publicada en 1884 por Edwin Abbott, narraba las peripecias de un cuadrado que descubre la existencia de las esferas.
En “planilandia” solo existen formas bidimensionales, y la aparición de ese otro ser lo trastorna todo. La esfera, por su parte, no concibe la posibilidad de que haya una cuarta, una quinta o una enésima dimensión. La idea fue tan atractiva que ganó miles de adeptos, como el escritor bígamo Charles Hinton, que inventó el teseracto –un hipercubo de 24 caras y 32 aristas, pintado luego por Dalí–, y el teósofo Claude Bragdon, que aspiraba a redecorar Nueva York siguiendo patrones mágicos y numéricos.
Para Waldo Balart, solo la abstracción –específicamente el suprematismo y el constructivismo– había logrado representar, después de varios intentos fallidos, estas nuevas concepciones del tiempo y el espacio. Para ello había hecho falta un gran trabajo de purificación interior, similar al de un santo o un ermitaño.
Color puro, forma pura, matemática e iluminación juntas. Un canto a la libertad que no deja de tener una profunda resonancia en la historia
La afinidad del cubano con estos movimientos lo llevó a moldear su obra de acuerdo a la misma búsqueda de pureza. Color puro, forma pura, matemática e iluminación juntas. Un canto a la libertad que no deja de tener una profunda resonancia en la historia –y en su propia historia–, una rebelión contra la política y la realidad que parece llegar a su clímax en la foto que Rialta publicó en 2024 de su silla de ruedas vacía. Líneas limpias, una bufanda, manchones de pintura en el suelo, el cuerpo ausente. Es el Sutra del corazón del budismo: el vacío es forma, la forma es vacío.
“Las necesidades de libertad y solidaridad nacen de una lucha interna del creador”, escribe Waldo Balart, “que le impulsan a ensimismarse y de esta forma poder encauzar su energía desde una perspectiva personal”. Esta idea se expresa con mucha más claridad en su carta al poeta Gonzalo Rojas, donde el pintor asegura que ha logrado traducir al lienzo el sentimiento de vacío de San Juan de la Cruz, el gran místico español.
La representación perfecta para el despojamiento fue un cuadrado negro como el de Kubrick –“no puede ser un círculo, porque entonces sería un agujero negro”–, porque era al mismo tiempo la ausencia de color y todos los colores, delimitados por una forma sólida. “Lo considero como la nada, que es la única manera de llegar a la comunión con el Universo”.
Ensayos sobre arte no contiene solo ensayos sobre arte. Waldo Balart supo prever el agobio de internet ya en 1987, cuando asistió a una exposición del gigante tecnológico IBM en el templo egipcio de Debod, trasplantado en Madrid. Le mostraron la confección de un chip y el futuro de la informática. La situación era como pasear por el laberinto con un improbable guía turístico: el minotauro. El artista vio en todo aquello un peligro para quienes desean llevar “una existencia marginal como último reducto de libertad personal”. Profecía cumplida.
Uno de los textos más deliciosos de la antología es 'Revolución', el "esbozo de una historia de la tribu de los cubanos, descendientes de los godos y de los lucumíes"
Uno de los textos más deliciosos de la antología es Revolución, el “esbozo de una historia de la tribu de los cubanos, descendientes de los godos y de los lucumíes”. Esta comedia, que empieza en 1492 y pasa por las guerras de independencia y la Revolución del 30 hasta llegar a 1959, es su particular lectura del pasado de la Isla.
Con Castro –su ex cuñado–, se impone una bandera rusa en la escena y “todos los actores se ponen en formaciones geométricas-militares, y comienzan a marchar como autómatas repitiendo consignas al unísono que los jueces les han ordenado: bla burun gru puraca achán”. Waldo Balart presiente el apocalipsis a la cubana, y tras una temporada de “luchas, matanzas y colgados” llega el gran despojo de todos los símbolos. Solo queda el vacío y una canción de The Beatles.
De Waldo Balart no solo me gustan sus cuadros, siempre con bonitos títulos –Estructura de la luz, Orden axiomático, Nudo génesis longitudinal, Proposición– sino también esa cubanidad esencial que el castrismo ha querido siempre exterminar. La Isla como síntesis de lo universal, como coordenada cero para buscar el resto del universo. La Isla, no como cerrazón, sino como punto de partida.
El artista se sabía depositario de esta memoria, que tenía para él “un peso considerable”. Por eso le gustaba señalar que la Revolución era solo un accidente –con todas las implicaciones de esa palabra– en una historia mayor. “Todo está dicho”, insistía con Gide, “pero como nadie escucha, hay que volverlo a repetir”.
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