La jubilación del espía

Raúl Castro condecoró en febrero de 2015 como héroes a los cinco agentes cubanos condenados en Estados Unidos por espionaje
Raúl Castro condecoró en febrero de 2015 como héroes a los cinco agentes cubanos condenados en Estados Unidos por espionaje. (Estudios Revolución)
Boris González Arenas

11 de agosto 2016 - 11:56

La Habana/Mi amiga Adriana Gutiérrez me sugirió este escrito, solo me pidió que, por respeto al padre, cambiara sus nombres en este texto. Ella vive en España desde el año 2007, cuando fue a hacer una maestría que supuso también la ocasión propicia para quedarse a vivir fuera de Cuba. Aquí dejó a su padre y a su madre. Llamémosle a su papá Aníbal Ochoa para utilizar el apellido de su gran amigo Arnaldo Ochoa Sánchez, general fusilado o asesinado, o ambas cosas según se mire, en 1989. El apellido de Adriana y el de su padre no coinciden porque él no fue su padre biológico, sino el hombre que asumió su cuidado y lo hizo del mejor modo que le fue posible, teniendo en cuenta que además fue su única hija.

Aníbal fue toda la vida un funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores cuya especialidad era sembrar espías en España para que pasaran al resto de Europa o, para mantener el lenguaje agrícola, cosecharlos cuando estaban muy gastados y regresarlos a Cuba con identidades falsas y toda clase de vericuetos técnicos.

Aníbal fue toda la vida un funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores cuya especialidad era sembrar espías en España para que pasaran al resto de Europa

Era además un hombre racista que despreciaba a los enamorados negros de su hija, cuando los hubo, y lo suficientemente machista como para no descansar hasta que su mujer, la mamá de Adriana –llamémosla Leonor aunque no volvamos a nombrarla– dejara su trabajo como enfermera y se dedicara a ser ama de casa. Era una mujer que hablaba pausado y sonreía más con los ojos que con la boca. Una sonrisa hermosa que Adriana conserva.

Todavía después de jubilarse, Aníbal asistía al Ministerio de Relaciones Exteriores para asesorar a los nuevos diplomáticos en el arte de dar la mano sin descubrir el cuchillo en la manga y sonreír discretamente para no delatar los colmillos. Pero, como su época correspondió a los agresivos años de la Guerra Fría, en los que una Cuba financiada por los soviéticos carecía de inteligencia para producir un lápiz de manera rentable pero podía jugar a potencia militar, los consejos de Aníbal parecían más bien anécdotas graciosas que indicaciones plausibles. Aníbal, que no era bobo, lo comprendió rápido y, como tenía orgullo, terminó alejándose del misterio de las relaciones exteriores cubanas.

Casi de manera simultánea murió su esposa y nacieron en Sevilla sus dos nietos. La jubilación no le daba para vivir y el lento aterrizaje en la ancianidad de un cubano común lo convirtió en un hombre dependiente de las ayudas de su hija.

Poco después de enviudar volvió a España por primera vez después de dos décadas. Temió que le negaran la visa, algo así como que sus antiguos enemigos se la tuvieran guardada y se cebaran en su impotencia actual. Pero nada de eso pasó y la obtuvo. Estuvo allí tres meses y, cuando regresó, conversamos bastante. Estaba feliz, además de que, lógicamente, se había repuesto de su delgadez y se le había aclarado la piel. Luego fue una segunda vez y estuvo un año, y por último se fue definitivamente.

Hace dos meses Aníbal murió de un infarto a los 79 años y se llevó a su tumba sus secretos, de algunos de los cuales se arrepentía como para no decidirse a contarlos aun en la distancia y ya descontinuado como oficial, diplomático y espía.

Aníbal alguna vez le comentó que había sido utilizado. Quizás también pensaba en Arnaldo Ochoa y concluía que había corrido mejor suerte que su difunto amigo

Dice Adriana que Aníbal alguna vez le comentó que había sido utilizado. Quizás también pensaba en Arnaldo Ochoa y concluía que había corrido mejor suerte que su difunto amigo. A la muerte del general cubano, Aníbal estuvo algún tiempo sin trabajar, no comprendía nada o no podía aparentar que lo hacía. Según cuentan, algo parecido le pasó en esa época a Raúl Castro, solo que agravado por el alcohol. Luego, Aníbal se recuperó y se incorporó a sus anteriores funciones, que ya nunca más serían las mismas, porque la muerte del general cubano coincidió con el fin del socialismo soviético, y sin saber aún cómo producir un lápiz, el Estado cubano hundió demasiado en la miseria al país como para alimentar a cualquier James Bond.

En España, Aníbal solía sentarse con agrado en los cafés al aire libre, algo que hacía también en los 70 y en los 80, pero demasiado ensimismado y receloso como para disfrutar nada.

Aníbal tuvo una muerte tranquila, rodeado de su hija que lo quiso siempre y de sus nietos, en el país al que trató durante toda su vida laboral como a un enemigo y que asimiló en su jubilación como a un hogar.

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